1992 – un año oscuro (1ra. parte)

Hace unos días, en uno de los grupos de Whatsapp de los que hago parte, uno de sus integrantes envió un vídeo en donde se mostraban las canciones más importantes de 1992, además de hacer la siguiente pregunta:
¿Recuerdan qué estaban haciendo ese año?
Como quien revive una pesadilla, ese año fue la convergencia de diversas cosas, tanto en la vida nacional como en la personal, que hicieron de ese en particular un año de desdicha y dolor para mí.

Podría hacer la cuenta de la cantidad de cosas y decisiones que casi acaban con mi cordura (incluyendo que durante ese año fue la primera vez que tuve en realidad ideaciones suicidas), hasta que al final, con un halo de esperanza, despedía una serie de cosas para olvidar. Pero arranquemos desde el principio.

¿Han escuchado el dicho que reza «Dale de comer rosas al burro y te pagará con un rebuzno»? Pues lamentablemente para mí, mi historia inicia de esa manera. En 1991 y gracias a un tremendo trabajo académico hecho de la mano de mis amigos de secundaria, acabé el año con una beca en el bolsillo y además, con la distinción de haber sido uno de los mejores estudiantes de mi clase. Y fueron tantas las felicitaciones y las loas que, de una manera bastante tonta, me creí el cuento de que yo solo podría obtener mejores resultados. Así que decidí pedir lo que en esa época se llamaba «el cambio de salón»; sin saberlo, me aprestaba a vivir una aventura (guardadas las proporciones) tan desafortunada como la de Freddie Mercury con su disco «Mr. Bad Guy». Y fue, justamente en ese año, en que me di cuenta de que era un pésimo solista, académicamente hablando.

Para resumir el entorno en que me estaba adentrando, en cierto modo se podría decir que, aludiendo la organización de las playas del reality show «El desafío», en los cursos de un mismo grado ocurría algo similar. En el colegio que me tuvo como uno de sus estudiantes, para el año de 1992 se abrieron tres cursos de noveno. 901 era una suerte de «playa alta», estaban los más dedicados, los más estudiosos, los de mejores notas. En 902, una suerte de playa media mezclaba gente disciplinada pero nada talentosa, algunos que iban a clases porque no tenían nada mejor que hacer, así como una que otra manzana podrida. Y 903 era playa baja: muchachos que estaban ahí porque «tocaba», miembros de pandillas, gente de barrios difíciles, un entorno más bien complicado. No estaba dispuesto tampoco a vivir esa experiencia en modo «leyenda» (de todas formas los directores de curso no dejaron) y pasé de 901 a 902. Una de las decisiones más absurdas que he tomado en mi vida, pero también una de las que más enseñanzas de vida me dejó. Sí, digo «de vida» porque un detalle minúsculo hizo que todo eso me permitiera aprender. Pero aprender de lo que se llama «calle». Ahí conocí y tuve como compañeros a muchachos que tenían el arquetipo del maloso de Grease: las clases les importaban un comino, tenían aficiones extra-curriculares (como el heavy metal, el fútbol y [cómo no] la seducción de féminas) y la estrategia académica de ellos era la del menor esfuerzo. Eso llevó a que muchos no continuaran al año siguiente (y estuve a punto de unírmeles), pero esto lo contaré en otra entrega.

Mientras en 901 mis amigos de siempre se divertían y yo apenas podía compartir tiempo con ellos durante los descansos, entrar al 902 era, por decir menos, lo más parecido al salón de clases de «Dangerous Minds». Al verlo a lo lejos, imagino lo que para los profesores era un suplicio (ya lo había contado en un post anterior, llamado «La Buena») tener que dictarle clases a muchachos que no les interesaba mucho lo que se hablaba en el salón, pero que a final de cada bimestre estaban corriendo para entregar los trabajos que no fueron remitidos dentro de los términos establecidos. Al menos, esa fue de las pocas cosas en las que me esforcé. En no dejar pasar los plazos de entrega. Porque la calidad de los trabajos no era precisamente la que los profesores estaban acostumbrados a ver de mi parte.

Hace unos días, en una charla con una gran amiga, analizaba que cada uno de mis compañeros de octavo (y luego de décimo y once) tenía una habilidad especial que lo hacía esencial en ese funcionamiento de equipo. Y lo que yo aportaba era, principalmente, logística. Cuando el logístico se fue, los centros de reunión de mis compañeros fueron en otro lugar, lo que me enseñó también que ciertas tareas no tienen el peso que uno creería dentro de un grupo, y que pueden ser reemplazables. Pero si el exceso de confianza de mi parte casi me lleva a reprobar el año lectivo, otro de los integrantes de la familia se estaba enfrascando en una situación que fue, por decir menos, conflictiva durante los meses siguientes. Ese año arrancando el primer bimestre, por un cálculo que se pasó de optimista, mi padre decidió hacer algo que siempre había querido hacer: comprar un carro. Eso, lejos de ser lo que él esperaba que fuera (un elemento de unión entre nosotros), terminó alejándonos por mucho tiempo como simples integrantes de una casa, y dejando huellas muy profundas entre los que sufrimos el terrible temperamento de mi padre. Yo no pude mejorar mis habilidades de conductor (sacaba ese carro a escondidas con la complicidad de mi hermano y nos íbamos por las calles en esa época desoladas de Engativá) y le cogí terror a manejar. Ese carro (un campero Lada 2121 de color mostaza) fue bautizado por mi padre como «Ramitos», porque lo recogió en un taller un domingo de ramos (12 de abril de 1992). Creo que la pésima experiencia que tuvo con ese carro fue el inicio del fin de su vida católica, porque al igual que una sanguijuela ese vehículo le succionó los ingresos que tenía (tanto ordinarios como extraordinarios) y viviendo más en el taller que en el garaje, tuvimos que enfrentar una época de escasez que se prolongó hasta el año 1994. Ahí (y como consecuencia de esa repentina escasez) empecé a usar las botas de mi padre como zapatos del uniforme y las camisetas que le daban de dotación como las franelas que iban debajo de la camisa blanca. Y también, gracias a esa época, coincidente con el momento más terrible de un adolescente, le cogí una enorme aversión a lo que llamaban «el desodorante del pueblo»: la leche de magnesia Phillips. Sí, vine a comprar de forma frecuente desodorantes desde 1995, cuando empecé a trabajar, convirtiéndose en algo que incluso hoy día llevo en mi maleta. En fin, entre los nauseabundos olores de un púber hecho una sopa de hormonas, el acné que arreciaba de forma agresiva y la ropa barata que conformaba mi uniforme, tenía la mezcla perfecta para convertirme en un paria.

En ese mismo mes (abril) The Cure (a quien yo conocía gracias a un amigo cuyo padre, contador público, era tremendamente aficionado a esta banda) lanzaba el álbum que marcó un antes y un después en su trayectoria: «Wish». El primer lanzamiento que hicieron fue una canción llamada «High», pero irónicamente en ese momento Radioactiva no puso a sonar por primera vez el single destinado a las emisoras, sino un maxi-single que tenía una versión mucho más larga. Esa versión la grabé en una cinta que, entre préstamos y préstamos, se perdió. Tiempo después (como 25 años, más o menos) y gracias a la magia de YouTube, pude encontrar ese maxi-single.


https://youtu.be/PJMkPA2OA_E

La letra de la canción (que se podía leer en versión de inglés y la traducción en las páginas del rock de los diarios «El Tiempo» y el extinto tabloide «La Prensa») hablaba sobre cómo una persona veía los efectos de las drogas en alguien muy cercano. No me atrevería jamás a culpar a una canción de lo que fue una decisión autónoma, porque en ese año decidí empezar a fumar cigarrillos… y también a beber licor, tanto como pudiera.

No tengo muchos recuerdos de lo que fueron esos meses, pero si hay algo que hizo ese año aún más terrible, fue ver cómo (y obligados por el resultado de pésimas gestiones en el sector energético) el país entraba, a turnos, a estar en penumbra. En marzo de 1992 empezaba un racionamiento de energía eléctrica que hizo salir a flote la creatividad de muchos. Algunos usaban baterías de automóvil para alimentar pequeños televisores que funcionaban a pilas; otros, en cambio, compraron plantas eléctricas de pequeña capacidad para que sus negocios no cerrasen durante las horas de racionamiento. Así, en medio de la oscuridad de la noche y en jornadas extracurriculares, las reuniones con mis compañeros de colegio que además eran vecinos, se vieron transformadas en jornadas para escuchar historias de terror contadas por tipos ya mayores (siendo adolescentes alguien que cruza la barrera de los 30 años es alguien mayor), al calor de (cómo no) cigarrillos y alcohol. Ha de ser por eso que no tengo muchos recuerdos lo que pasaba al interior de la casa de mis padres: mi madre se ajustaba al horario de racionamiento para realizar las labores de la casa; mi padre trabajaba por turnos y la empresa donde estaba tenía sus propios equipos de generación, así que era de las pocas empresas que no se detuvo durante el tiempo de racionamiento y cuando estaba en casa y no había energía eléctrica se dedicaba a dormir, aprovechando el inusual silencio que traía consigo el corte programado. Todos estos elementos terminaron siendo el cóctel perfecto para un desbarrancamiento que ya asomaba en marzo y tomaba forma en abril de ese mismo año.

Y esta historia continuará.

Publicado por eamorenom

Un observador de su entorno, cronista de comedor, apasionado por la música y la literatura.

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