Entre los meses de abril y mayo, cuando los racionamientos de energía empezaron a ser más intensos, la convivencia en casa era más tensa y el tedio me arrasaba ante la imposibilidad de ver televisión, probé los cigarrillos por primera vez. Puede ser una trivialidad ahora, pero que un menor de edad agarre tan temprano un vicio no era precisamente algo que la sociedad defendiera bajo el argumento del «libre desarrollo de la personalidad». Recuerdo muchísimo que ese primer cigarrillo fue un Mustang rojo. La extinta marca de Protabaco fue la puerta de entrada al hábito de fumar para muchos de mi generación. Se conseguían en todas partes, los fumadores te los regalaban, en las tiendas te los vendían, en resumen era una cuestión de una laxitud impresionante. Pero esa primera vez simplemente retuve el humo en la boca y lo ehxalé. Poco podría haberse distinguido en las tenues luces de penumbra que simplemente había hecho un amague y que no lo había aspirado como realmente es. Y claro, una cosa era posar en la noche; otra muy diferente, hacerlo cerca al colegio, con el uniforme, a la vista de todos.
Mientras uno de mis compañeros de clase se burlaba porque yo no sabía fumar realmente, decidí aceptar el reto y pasarme el humo, tal como ellos me decían que debía hacerlo. La sensación, tan única como irrepetible, fue un choque entre una escena real y una virtual. Como si estuviera viendo la portada del maxi-single «High», sentía que mi peso se había anulado. Como si hubiera desaparecido del plano real y me hubiera convertido en un ente místico, me sentí flotar como nunca antes (ni después) me había sentido.
Los que saben de esta clase de experiencias (toxicólogos, principalmente) dicen que esa primera sensación de bienestar, al igual que ocurre con todas las demás drogas, solo se presenta en el primer consumo. Pero mientras el fumador persigue esa sensación una y otra vez, necesita también comerse el alquitrán, el monóxido de carbono, el vapor de amoníaco, entre muchos otros subproductos que resultan de la combustión del tabaco. Así mismo, que el tabaquismo se presenta por la adicción a la nicotina, un alcaloide que, a través de la combustión de las hojas del tabaco, las picaduras de pipa o los tabaquitos armados artesanalmente, ingresa al torrente sanguíneo cuando el consumidor inhala el humo. No obstante, si se es un adicto persiguiendo repetir una utópica experiencia de relajación y bienestar, ¿qué importa?
Una cosa era probarlo como todo el mundo lo hacía, consumiendo los cigarrillos nacionales que había disponibles en las tiendas (se me vienen a la mente marcas como Royal, President, el mismo Mustang), pero para hacerlo con estilo, había que fumar cigarrillos con estilo. Y para eso… ¡bendito contrabando!
Muchísimos años después, mientras hacía mi pregrado, un compañero de carrera con el que estudiaba y parrandeaba a partes iguales me mostró que en su barrio de estrato 5 había una portería conocida como «la boutique del cigarrillo», porque se podía conseguir casi que cualquier marca. Ahora que lo pienso, el guarda de seguridad que atendía ese caspete palidecería de vergüenza si hubiera visto la famosa caseta del Quirigua, frente a «Almacenes El Combate». Una caseta triangular que parecía el barril del Chavo, porque le cabía de todo. La cantidad de cosas que se vendían allá (gaseosas, cigarrillos, dulces, chocolates) eran tan surtidas que un duty-free envidiaría lo variopinto del inventario. Por primera vez vi las gaseosas de los Picapiedra, las Chinotto, los Garoto (que en ese tiempo si alguien iba a Venezuela, traía una sola bolsa enorme para repartir «de a unito porque es bendito») y claro, la cantidad de marcas de cigarrillos habidas y por haber que uno pudiera imaginarse.
La primera cajetilla de cigarrillos que compré fue una Gitanes Milds. Sabía diferente al Mustang, al Royal, a los que se conseguían aquí. Y en una clase, una compañera se dio cuenta de que yo tenía esos cigarrillos. Quiso el destino que, debido a que empezaron en clase de historia a organizar parejas, me tocara esa chica como compañera para realizar un trabajo. No, no pasó nada romantico, empezando porque mientras yo tenía apenas 13 años para esa época, ella estaba ad-portas de cumplir la mayoría de edad. Recuerdo su nombre completo, pero para no revelar su identidad, simplemente me referiré a ella como «Connie», pareciendo el inicio de un destino más bien agridulce con mujeres que usasen esa contracción para ser llamadas.
Haciendo alarde de su mayoría de edad por una parte, y por otro lado viviendo con dos fumadores (su mamá y su padrastro), no era novedoso llegar y encontrar el ambiente de la sala como la vía de acceso a Silent Hill; todo olía a tabaco en esa casa. Pero (impresionantemente), «Connie» tenía la sensibilidad para detectar sabores más allá del humo y, por esa razón, había una marca que le encantaba (y que llegaba de contrabando a muchas partes, incluso a las tiendas de algunos barrios) porque, según ella, tenía un agradable sabor a chocolate: eran los cigarrillos Winston. Lo que tenían de curioso es que eran de los pocos (junto a los Kent) que tenían carbón activado en el filtro, toda una rareza.
De la mano de «Connie» probé, entre otras marcas, Parliament (con sus microperforaciones en el filtro), Kent, Kool, More, Capri, JPS, Yves St Laurent, Marlboro 100’s, Marlboro lights, Marlboro rojo y, por supuesto, Mustang cuando no había más. Para ella era curioso poder fumar sin que la estuvieran juzgando, pero su tabaquismo en esa época era extremo: el color ocre de sus dientes (como el tono #FDF063) era la muestra de la compulsividad con la que lo hacía.
Para que no me delatara el olor a cigarrillo, tenía un ritual completo de aseo antes de llegar a casa; sin embargo, una mamá no es boba y en una suerte de allanamiento a mi cuarto, me encontraron una cajetilla de cigarrillos recién comprada (le había agarrado tanto gusto a los Gitanes milds, que cuando ya no había compré una de Gitanes Blondes) y de la cual si fumé uno, no fumé dos. Los regaños, las palizas, los castigos, nada de eso pudo con mi naciente adicción al cigarrillo, misma que tuvo un abrupto fin hace 1 año por otra serie de razones que no es menester mencionar aquí.
Ya habiendo conocido el cigarrillo, faltaba únicamente el alcohol. Y como en cualquier historia, la curiosidad de un grupo de adolescentes fue el detonante para que empezara otra adicción con la que toqué fondo dos veces en mi vida: desde 1995 hasta 1999 y durante el año 2001.
Y esta historia, continuará.