Nadando entre la ilusión y la desesperanza. Podría decir que los vaivenes de la vida nacional y algunos otros aspectos del mundo fueron acorde con mis propios vaivenes emocionales. A inicios de ese año la selección sub-23 de Colombia lograba clasificar a los juegos olímpicos de Barcelona, donde un tal Faustino Asprilla hacía historia, junto con otros nombres como los de Jorge Bermúdez, Harold Lozano o Víctor Aristizábal. Pero la presentación en los JJ. OO. fue tan desastrosa como el tamaño de la ilusión. Derrotas ante España (anfitrión) y Egipto y un empate sufridísimo ante Qatar mandó al cuerno las ilusiones que, merced a la transferencia del Tino al Parma, se habían alimentado luego de la buena actuación en el preolímpico.
Ese año, el F.C. Barcelona se proclamaba por primera vez campeón de la Copa de Campeones de la UEFA (Ahora Champions League) y bajo el pretexto de la celebración, un día caluroso de mayo, me evadí de clases para empezar mis primeros coqueteos con el alcohol, de la mano de dos personajes del barrio; dos insignes metaleros que todo el mundo conocía pero a quienes no todo el mundo quería en ese barrio. Entre cervezas y aguardientes pasé la tarde hasta que tuve que volver a casa. Claro, en medio de la penumbra de las 8 de la noche (que en realidad eran las 7, pero por la dichosa «hora Gaviria» los relojes se adelantaron una hora para que la gente volviera a sus casas mientras el sol aún alumbraba) mis padres y hermanos no me prestaron mucha atención y la entonada que soportó un juvenil hígado terminó en una siesta profunda, que no notó cuando el servicio de energía se restableció luego del corte.
Tres días antes del inicio de los olímpicos de Barcelona, Pablo Escobar se había escapado de una prisión hecha a su gusto (La Catedral) y nuevamente el país entraba en una suerte de pánico generalizado debido a que ya se conocía de los alcances del jefe del Cartel de Medellín en cuanto a terrorismo se refería. Y efectivamente, luego de la fuga de este temido criminal, se demostró que el miedo era real. Fue año y medio de zozobra, de acciones terroristas que le arrebataron la vida, la salud y la tranquilidad a cientos de familias en las principales ciudades del país, hasta la dada de baja del sujeto en cuestión en una terraza de un barrio de clase media de Medellín. Pero eso es otra historia.
A inicios de ese año, la URSS ya no existía. Por única vez, miembros de la extinta federación se presentaron en los juegos olímpicos bajo la bandera de la CEI (Comunidad de estados independientes), misma que ocupó el primer lugar en el medallero. Sería la última vez en la que se verían todos esos miembros de repúblicas tan disímiles como Ucrania, Rusia, Kazajistán y Armenia, por mencionar solo algunos de los miembros «unificados» de esta delegación olímpica, bajo una sola bandera. En ese mismo evento, el famosísimo «Dream Team» de Jordan, Ewing, Pippen, Malone, Drexler, Bird y un tal «Magic» Johnson barrieron de principio a fin en su participación. Los juegos fueron simplemente un espectáculo (como dirían en el forum de Los Ángeles, «It’s showtime»). En ningún juego marcaron menos de 100 puntos y Croacia, su rival en la disputa por la medalla de oro, a pesar de tener jugadores como el tempranamente fallecido Drazen Petrovic, Toni Kukoc y Dino Radja en la NBA y que conocían el estilo de juego norteamericano, no pudieron evitar lo inevitable: que el «Dream Team» se alzara con la medalla de oro de esos juegos.
Salvo la medalla de bronce de Ximena Restrepo en esos juegos olímpicos, la participación del país no dejó de ser más que una anécdota. Y aquí, a partir de esta historia, cuento uno de mis récords personales: haber durado 44 horas continuas sin dormir. Nunca más pude volverlo a hacer, ni siquiera en las peores épocas de pregrado cuando había una semana para tratar de salvar siete materias. No, ni siquiera ahí, presionado por el temor que me causaba ser expulsado de la universidad, lo pude volver a hacer.
Un infame trabajo de historia sobre la segunda guerra mundial me llevó a leer y a transcribir como poseso cuanta información tuve disponible en casa y a la mano primero, así como la recabada en la Luis Ángel Arango después, sobre cómo la operación tenaza entre la URSS, los Estados Unidos y el Reino Unido fueron minando las fuerzas nazis que habían ocupado casi toda Europa y el norte de África. En medio de lo que fue tener que salir a buscar más libros de texto a la biblioteca y luego de haber exprimido el libro de texto (Civilización 9), las dos enciclopedias que había en casa y un par de diccionarios enciclopédicos, ya habían pasado 36 horas y la jornada extenuante de 8 horas entre desplazamientos, búsquedas, fotocopiados y regreso a casa llegó a su fin con un estudiante exhausto y con una sola cosa clara: si tenía que estudiar algo, que no fuera una carrera que me llevase al límite de mis fuerzas. No sabía qué estudiar, pero al menos ya sabía qué no: medicina.
A las 7 de la noche (y en medio de un alucine, el cual me había hecho sentir que había dormido como 2 días de corrido) los gritos de júbilo en las noticias me despertaron: desde el otro lado del océano llegaba la noticia de que por primera vez en toda su historia, Colombia lograba una medalla en atletismo. Era nada más y nada menos que Ximena Restrepo, quien se había clasificado para la carrera de 400 m, la deportista que le daba esa alegría a un país a oscuras y muerto de pánico, además de la lamentable actuación de la (entonces llamada) Decepción Colombia.
El hábito de trasnochar estudiando solo era reemplazado por otro hábito: el de grabar canciones de la radio. En un país donde conseguir música era supremamente costoso y además, donde los equipos de Hi-Fi eran un lujo, poder grabar canciones de la radio con una grabadora barata y que quedasen sonando bien, era una proeza. Y muchas veces para evitar los incómodos «pisados» de los DJ’s, lo mejor era esperar la noche para grabar una que otra canción. En eso, 88.9 F.M. llevaba la batuta con un programa que se llamaba «Amnesia». Nadie hablaba, solo ponían canciones y además, era la competencia de otro programa que daban en Radioactiva en las noches, llamado «A que no me duermo» y que fue, por decir menos, la democratización de la compañía nocturna que Django cantaba en su canción «La Radio». Buscando ahondar mi conocimiento en música (por consejo de un amigo, historia que ahondaré en la próxima entrega), grababa las canciones que podía para luego buscar sus nombres. Y así, una noche, mientras en la radio sonaba «Longer» de Dan Fogelberg, me di cuenta de que estaba abrazando uno de mis más fieros temores. A pesar de vivir con mis papás y mis hermanos, me sentía solo, despreciado, hecho a un lado. Y sin entender bien lo que pasaba pero con un sentimiento de tristeza enorme a punto de estallar… lloré por primera vez en mi vida sin que ese llanto fuera causado por una golpiza propinada por alguno de mis padres. Lloré de tristeza, de frustración, en medio de la soledad de un cuarto que, a pesar de ser pequeño, sentía enorme. Y esa misma noche, también, quise morir.
Esta historia continuará.