En Colombia existe una arraigada cultura alrededor de las bebidas alcohólicas. Y de hecho, la generación a la que pertenezco tuvo una temprana aproximación al alcohol a través de algún familiar, llámese padre, tío, hermano mayor. En mi caso, mi primer trago tomado de forma consciente fue como a los 8 años. Un botella de vino de uva fue consumida con avidez dada la dulzura de su sabor, para luego terminar devolviendo hasta el primer calostro. Ya a los 13 años, la cosa era bastante diferente.
En las vacaciones de mitad de año mis padres, quienes aún eran católicos creyentes (no practicantes) llegaron a la conclusión de que era hora de hacer la primera comunión. Inscritos en la parroquia del barrio vecino, empezamos con mi hermano a asistir a todas las clases sabatinas de catequesis. Gracias a la literatura salesiana y a la divulgación del santoral católico, conocí la figura de santo Domingo Savio, niño canonizado luego de su temprana muerte. En medio de la situación que afrontaba emocionalmente en ese momento, pensaba que ese santo había sido un afortunado por haber muerto tan temprano, en lugar de tener que aguantar una vida de golpes, humillaciones, malos tratos y segregación social. Pero, de la mano de esta visión, terminé también conociendo otras vías de escape. El tabaco fue una; el alcohol fue la otra.
Al volver de las clases de catecismo, terminé haciendo una parada que me cambiaría la vida. Un tío materno, quien para esa época vivía cerca a la casa de mis padres, me vio pasar y me invitó a tomar con él una cerveza. Fueron varias, de hecho. Y la facilidad con la que había quedado en evidencia hizo que, entre él y mamá se presentara un choque por ese tema, mismo que después (no sé cómo) terminó zanjándose. A eso, también se sumaron los turnados asaltos a las licoreras paternas que mis amigos hacían, llenando botilitos con aguardiente, ron o brandy. Ya el alcohol empezaba a hacer su labor y el gusto a estar entonado era una forma muy agradable de poder escapar de una realidad aberrante en ese momento. Y así, también, me escapé por primera vez a un bar, con la complicidad de un amigo de infancia, mismo con el cual aún tengo la dicha de mantener contacto.
En ese año (1992) se me volvió tradición hasta hace poco fumar un cigarrillo a las 10:30h (hora de mi nacimiento) y, casualmente, al cumplir los 14 años ese 1992, la canción que fue mi banda sonora esa lluviosa mañana de octubre fue, justamente, una de Guns N’ Roses: «14 years»
https://www.youtube.com/watch?v=mcawasnCy4A
Ese año fue el famoso concierto de Guns N’ Roses; por la radio los DJ’s le habían embutido a la mala una canción que completó no-sé-cuántas semanas en el número 1 de una emisora local: «Don’t cry» le supo a cuerno a miles de personas (incluyéndome) y gracias a unos amigos de un curso inferior pude conseguir una copia en cassette del «Use your Illusion», mismo en el que estaba «14 years». A veces pienso que ese disco eligió canciones que no debieron haber sonado nunca en la radio, mientras dejaba por fuera otras que sí lo merecían. El concierto fue un desastre y bajo la premisa de una supuesta fuerza satánica, mamá rompió todos los afiches y postales que tenía de Guns N’ Roses en mi cuarto. Solo se salvó una postal, la cual aún tengo.
Pocos días después de mi cumpleaños nos escapamos con este amigo de infancia a un bar de la zona rosa, en el que no tuve ningún problema para franquear la entrada. A pesar de los 14 años que tenía, aparentaba (según mi amigo y otras personas que lo acompañaban) al menos 18 años. Esa particularidad me valió el remoquete de «El abuelo» durante muchos años. Esa noche (y bajo la excusa de una supuesta fiesta de cumpleaños) me fui a una entonces desconocida para mí zona rosa, llena de música a todo volumen y mucho, mucho trago. Mi amigo y yo empezamos a bailar los pasos que, en varias ocasiones, habíamos ensayado previamente al ritmo del eurodance y de la música house, llamando la atención de un par de sujetos que, animados con el baile, empezaron a invitarnos tantas cervezas como pudimos beber. Por suerte para mí, uno de los miembros de esa excursión era un metalero de casi 2 metros, a quien le había caído en gracia y que se había preocupado porque no terminara quién sabe en dónde, quién sabe cómo. Antes de la famosa «hora zanahoria» que años después un particular alcalde impuso para que la rumba finalizara a la 1 a.m., los bares cerraban a las 5 de la mañana, cuando apenas empezaba a clarear. Y así, en medio de una modorra causada por la cantidad de alcohol, baile y cigarrillos que rodaron esa noche, llegué a casa a dormir la amanecida, un domingo de octubre.
Mientras tanto, una extrañamente atomizada familia sobrevivía a la brava el terrible paso de ese 1992. Matemáticas se había vuelto mi pesadilla y, en medio de una de esas jornadas post-colegio, uno de los compañeros que tenía (y a quien le había caído en gracia) me invitó a estudiar a su casa, antes del examen definitivo. Sabía que necesitaba sacar más de 7 en el examen final para pasar. En medio de una revelación divina que me permitió entender la resolución de sistemas lineales de ecuaciones, terminé salvando esa materia; sin embargo, no era la única que tenía pendiente. A punta de trabajos extras y contra todo pronóstico, pude darle fin al más mediocre desempeño académico que jamás había tenido. Hasta ese momento. Pero mientras yo lograba salvar mi paso a décimo grado, me enteraba de que mi hermano había sido expulsado del colegio en que estudiaba: estábamos en jornadas cruzadas y, mientras yo estaba en compañía de mamá o en casa ajena, él estaba en el colegio. Llegaba luego de salir de clases a encontrar una casa vacía (nuestros hermanos menores estaban en un jardín infantil comunitario y mis papás la pasaban afuera, rebuscando dinero para alcanzar a llegar a fin de mes) y, en esa soledad, sin servicio de energía y sin la posibilidad de siquiera entretenerse viendo la televisión, pasaba dormitando las tardes. Las consecuencias de esas tardes de pereza fueron desastrosas: perdió las materias técnicas (el colegio donde estudiaba era técnico, especializado en construcciones civiles) y algunas meramente académicas. A pesar de mi decadente año, la rectora del colegio aceptó recibirlo para que pudiera repetir octavo. Su compromiso con su estudio hasta su graduación fue tremendo, porque en 1996, 4 años después de tan lamentable suceso, se graduó con honores.
Mientras tanto y aprovechando esa coyuntura, mis padres decidieron contarnos algo que, con el tiempo, supimos que no era del todo cierto. Supuestamente habían cancelado el viaje de vacaciones de fin de año, que habíamos hecho los dos años anteriores en compañía de otros familiares y que (supuestamente) sería la primera vez que lo haríamos solos. La verdad es que la prima de servicios de mi padre se había gastado íntegra antes de que siquiera pudiera verla: la comprometió con un préstamo para llevar a esa sanguijuela llamada «carro» a un taller, por un problema con los frenos que casi nos deja huérfanos antes de tiempo. Sepa Dios si fue pericia o instinto, pero una oportuna maniobra con el freno de mano salvó a mis padres de irse por un barranco.
Así llegaba el año a su fin, para cerrarlo con broche de oro: quiso mamá que la primera comunión, misma que había llevado una gran cantidad de sábados en un salón anexo a la casa cural para la culminación de la catequesis, se celebrara el día de nochebuena. Ese 24 de diciembre de 1992, estrenamos las primeras prendas de cuero que tuvimos: chaquetas y corbatas. Completaba la pinta un pantalón de paño, una camisa blanca y el ambiente fue una casa llena de lirios que perfumaban todos los espacios, combinación perfecta para la torta de fondant blanco y masa de vino. Luego de volver de la ceremonia que fue en la mañana, de las fotos que nos tomaron y después de los abrazos a la medianoche, nos escabullimos con mi hermano a una fiesta (esa sí real) en el barrio vecino. Terminó la fiesta y varios de los invitados nos fuimos de allá a la casa de mi amigo de infancia con el fin de asaltar la licorera de su hermana mayor. Entre los siete tipos de trago que bebimos esa noche (aperitivo de brandy, brandy, ron, aguardiente, whisky, tequila y vino) parecía que nada nos derrumbaría en medio de esa atroz agresión al hígado. Hasta que el encendido de una fogata y el golpe del humo nos mandó a la lona.
Todo lo que recuerdo después de eso es que la hermana de mi amigo fue a la primera persona que vi cuando pude volver en sí; ella se había quedado cuidándonos a mi hermano y a mí y a pesar de que tratamos de volver a casa, tuvimos que pasar por la vergonzosa necesidad de llamar a papá y decirle que fuera en el carro a recogernos. Con la camisa tan negra como si hubiéramos estado haciendo minería en Cucunubá y los pantalones completamente sucios, llegamos a casa después de haber devuelto todas las atenciones recibidas en todos los lugares donde estuvimos. Y finalizó ese año sin más regalos de navidad que una paliza y una frase que, aún hoy, me retumba en la cabeza:
«Fueron a hacer la primera comunión con Dios, para en la noche irse a bailar con el diablo».
En realidad, pasamos de la creencia judeocristiana a la adoración romana al dios Baco. Misma que, a pesar de lo mal que terminó esa noche, se volvió todo un estilo de vida para quien escribe estas líneas. Y así termina esta historia, en medio de los abrazos que despedían un año terrible y una puerta con candado para que el par de angelitos no se volvieran a escapar para embriagarse.
EPÍLOGO: 1993 fue un año relativamente mejor para todos en casa. Volví con mis compañeros de octavo, «Bruna», «Noraima» y «Connie» desaparecieron del colegio sin dejar rastro; el tema de buscar novia había pasado a segundo plano porque ya tenía una amante que nunca me decía que no (la cerveza) y en casa las cosas parecían tomar otro rumbo, algo menos traumático que el año anterior.