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Mediodía.

Sé tú mismo, los demás puestos están ocupados.

— Oscar Wilde.

Con mi identidad real y teniendo la ventaja de que no habrá muchos lectores, nace este nuevo espacio para poder sacar de mi interior, a través de la literatura, cientos de cosas que me llevan de la euforia a la tristeza, del optimismo al pesimismo, de la alegría al desazón. Siendo, justamente, yo mismo, con luces y sombras, con altas y bajas, con buenas y malas.

La décima parte.

La primera vez que escuché la frase de «la décima parte» fue en una revisión de un proyecto eléctrico, en mi época de revisor con el operador de red de los proyectos que allá se presentaban, el cual yo estaba evaluando para emitir las correcciones a que hubiera lugar. Una ingeniera de temperamento muy fuerte me dijo, en medio de la ira que le causaba ver cómo iban saliendo y saliendo observaciones, que yo como profesional no llevaba «ni la décima parte» de su trayectoria profesional. Aún hoy asumo que se refería a cantidad de proyectos ejecutados porque su edad, a la fecha, sigue siendo un misterio para mí. La respuesta que tuve que darle no la calmó en ese instante, pero la llevó a hacer una tremenda reflexión: «una persona puede haber hecho lo mismo durante muchos años, pero puede haberlo estado haciendo mal». En esa época apenas llevaba la tercera parte de lo que ha sido mi vida profesional.

El 26 de octubre de 2020, en medio de un evento histórico que partió la dinámica laboral y educativa del mundo en dos, tuve la buena fortuna de firmar un contrato laboral que, en principio, no pensé que durara más allá de dos años. De esa fecha hasta el momento de escribir estas líneas han transcurrido tres años, un mes, quince días. En marzo de 2023 terminé batiendo mi récord de permanencia en una firma de ingeniería (estaba en 2 años y 5 meses) y a esta altura de mi vida laboral en la firma que me ha dado la oportunidad de ejercer como ingeniero electricista, quiso el destino que mis años de permanencia fueran la décima parte del tiempo de existencia de una empresa en la cual, en medio de todas las tribulaciones cotidianas que trae nuestra labor, la experiencia que he tenido durante estos tres años (y aludiendo a su sigla) ha sido de película.

Trabajando y rugiendo como leones, en una experiencia que ha sido de película.

En 1993 tenía la tercera parte de la edad que hoy día tengo. En ese año, mientras un aspirante a bachiller se aprestaba a cursar su último año de educación media sin tener la más mínima idea de qué estudiar profesionalmente, un grupo de ingenieros se daba la pela para luchar en un proyecto de vida que, desde siempre en la historia de Colombia, ha sido por decir menos, quijotesco: crear empresa. Lejos de lo que pudiera haber sido la historia oficial de esta firma, en el balance de proyectos, presupuestos ejecutados y comunidades beneficiadas, hay una parte de la historia que reposa en los anaqueles de archivo, por una parte y en la narración oral, por otra: el lugar de sus inicios, sus primeros clientes, los primeros trabajadores contratados, los primeros activos adquiridos, las primeras facturas cobradas y (sería el colmo no mencionarlo) las primeras declaraciones de impuestos al fisco.

¿Ha cambiado mucho el mundo en tres décadas?

Cuando pienso en esa pregunta, recuerdo uno de mis primeros trabajos: era mensajero en un centro de copiado. Antes del advenimiento de los programas de diseño asistido por computador (CAD) y de los diversos medios de transmisión magnética, así como del almacenamiento de planos, existían enormes talleres de diseño en los cuales avezados delineantes ejecutaban las órdenes de ingenieros y arquitectos para plasmar sus ideas en pliegos de papel pergamino. Eran las épocas de revisión y aprobación de proyectos en ACIEM, de copias de planos en heliógrafos y de segundos originales, todos documentos que soportaran la idea creativa del profesional para su proyecto. En ese tiempo, perder un plano significaba horas de trabajo y por esa razón, las copias en papel eran el lugar donde los conceptos de revisores e interventores quedaban plasmados. Pero en esa segunda mitad de los años ’90, en un equivalente a lo que hoy en día vivimos con los modelos BIM, las impresiones de gran formato y los archivos digitales iban relegando, poco a poco, a aquellos que no habían dado el paso para modernizarse. De forma irónica, la vida nos muestra que esas etapas son cíclicas y que aquel que no se actualiza, pronto va quedando relegado.

Las crisis económicas a todos, de una u otra manera, nos han pegado muy fuerte. Y que una empresa logre sobrepasar la barrera de las bodas de plata y siga dándole la batalla al mercado, no solo es un caso de admirar, sino que también es el ejemplo de lo que debería ser la búsqueda de un objetivo común: poder permitirle a muchas personas una relación beneficiosa para ambas partes, en las que de forma simbiótica van para el mismo lado.

El mañana, al igual que nuestras vidas, es finito. Sin embargo, las grandes caminatas siempre se inician con un paso. Cuando un grupo de personas logra con sus acciones trascender en el tiempo, recuerdo al personaje de la película «The Shawshank redemption» Brooks Hatlen. Un hombre que, dado el tiempo que había pasado en ese entorno hostil en el que la película se ambienta, era visto por sus compañeros de infortunio como un hombre «institucionalizado». En escenarios diferentes, personas particulares logran convertir proyectos en instituciones; hacer parte de esos equipos termina volviendo, de forma implícita, la responsabilidad laboral en algo más allá del cumplimiento del deber: lleva consigo la necesidad de innovar, ser creativo, estudioso y sobre todo, aportar algo que los expertos organizacionales llaman «valor agregado». Un conocimiento, una habilidad, una virtud personal, que despierten entre propios y extraños simpatías y confianza, algo cada vez más difícil de conseguir. Con una enorme trayectoria, esta empresa dejó, hace mucho, de ser una más en el mercado para llegar a ser una institución, un referente para muchos en el sector eléctrico, yendo de la mano con los avances tecnológicos del mercado (energías limpias, movilidad eléctrica, smart cities, entre otras). Es tarea de los que ahora hacemos parte de ella, seguir trabajando para que esa institucionalización no se desvanezca en medio de los vaivenes del mundo, sino que pueda seguir de pie, muchos años más.

Volviendo al inicio de este texto y respecto a la respuesta que yo di, ésta, como un boomerang, me pegó en la cara fortísimo: en esta clase de labores es mejor dudar siempre de lo que se sabe; confirmar, estudiar, confrontar muchas más fuentes de información y sobre todo, escuchar a la experiencia. Nadie es infalible y decenas de ojos siempre verán mucho, muchísimo más, que un par. O dos. Sea esta, entonces, la oportunidad de recordar que en el trabajo en equipo una genialidad puede resolverlo todo. Pero también un descuido puede enviar todo al traste. Cuidarnos entre todos y apoyarnos en la medida en que podamos también hace parte de ese trabajo en equipo.

Gracias a todos los que me han permitido seguir haciendo parte de esta institución.

El sueño del flaco.

Hace poco, por una situación de vida que no es menester comentar por aquí, recordé por qué no me gusta encariñarme con las empresas donde he trabajado: cuando pasas mucho tiempo vinculado y empiezas a ver que tus compañeros de trabajo se van, para que sus puestos sean ocupados por otros (en un ciclo que, en medio de todo es normal cuando se trabaja en empresas que ejecutan proyectos), una parte de ti se va con esa persona y una parte de esa persona se queda contigo. Hay puntos de «no retorno», situaciones específicas en donde se logra conectar con personas con las que, a pesar del tiempo y de que ya no se comparta el espacio de trabajo, se logra cultivar una amistad; de esas que no necesitan la charla diaria sino que al darse la oportunidad del reencuentro, parece como si el tiempo se hubiera detenido y no se hubiera pasado tanto tiempo lejos de ese amigo (o amiga, también) con la confianza intacta.

Hace unos días una noticia me tomó por sorpresa. Uno de los compañeros de trabajo más peculiares y carismáticos que haya conocido jamás, se iba de la empresa en la que, hasta hace apenas una semana al momento de escribir estas líneas, coincidimos a pesar de estar en diferentes áreas. Cada uno se bate como un león en su área y, mientras mi batalla diaria es técnica, la de él es comercial. En una increíble simbiosis, el trabajo de uno no tiene razón de ser sin el del otro. Y esas «habilidades blandas» como el don de gentes, la autenticidad, la facilidad de palabra entre otras cosas son lo que termina haciendo que un profesional dedicado a la búsqueda de nuevos clientes pueda tener más éxito que alguien a quien (como yo) no las tiene, le tocase salir a buscar proyectos, a tocar puertas. Eso es lo que hace el trabajo de esta persona muy valioso. Sin embargo, a pesar de saber lo bueno que es en su área, los recuerdos que tengo de él son tres.

El primero nació por una casualidad de llegar al mismo tiempo, al mismo lugar. Un día que coincidimos varias personas en el patio del parque industrial donde funciona la empresa, ahí estaba él. Y dado que el área de talento humano es manejada por tres mujeres, para romper el hielo las saludé diciéndoles «está presente la santísima trinidad de talento humano». Mientras ellas estallaban en una carcajada, el flaco las veía y les decía: «¿ven? Se los dije» Y empezamos a conversar sobre el porqué del chascarrillo, de cómo las veíamos y de la importancia que tienen esos momentos de distensión.

El segundo, justo después de ese momento, fue para finalizar la charla, mientras cada uno hablaba de lo que sería su sueño para llevar a cabo una vez decidiera retirarse de su ejercicio profesional. Y es aquí donde me sorprendió mucho lo que dijo el flaco. Tal vez gracias a su naturaleza, es que tiene ese objetivo de vida. Me decía: «mire, mi sueño una vez me retire y deje de trabajar en ingeniería es… (toma aliento y suspira) mi sueño es tener junto a mi esposa un pequeño hotel en la playa a donde la gente vaya y pueda atenderla y que se sienta feliz de estar ahí; quiero que mi esposa y yo atendamos y podamos disfrutar de atender a quienes vayan a descansar». Lo que me sorprendió es que es un sueño conjunto. Mientras yo soy un convencido de lo cambiante que es la vida y las situaciones y que tener una meta no necesariamente implica que se pueda llegar a ella en compañía de alguien, él cree en ese amor bonito donde cada uno está en sintonía con el otro y le apuestan al mismo sueño.

El tercero no es tan agradable como los otros dos. En una suerte de circunstancias sobre las que no quise ahondar (para respetar el dolor de él), su hermana partió súbitamente de este mundo. Cuando fue a la empresa luego de las honras fúnebres, siempre habló de «celebrar la vida» de su hermana. Recordó sus aspectos más destacados, la relación que ella llevaba con su esposa (eran casi como hermanas), el enorme cariño que se tenían como hermanos. Nunca vi a alguien que se refiriese así, con una sonrisa en sus labios y con palabras llenas de alegría, a una familiar que ha fallecido. Sé que son formas de manejar el duelo, pero la de él me pareció singular. Lejos de pensar que ya no estaría más con él y su esposa, el flaco insistió en los bonitos recuerdos que le quedaban. Incluso en sus redes sociales la frase que aparecía era «celebrar la vida». Mientras nos mostraba los elementos que se habían quedado en el casillero del trabajo de su hermana, soltó una frase que me llamó la atención: «vamos a echarla de menos». Eso dice mucho de su visión colectivista de la vida y de cómo una persona puede ser una gran influencia en quienes los rodean.

La semana pasada y a través de un correo corporativo, la empresa fue informada de su renuncia. Esperaba de cualquier persona que partiera. De cualquiera, menos de él. Y a través de un mensaje muy correcto políticamente hablando (es decir, sin mucho apasionamiento, centrado en el paso de él por la empresa y nombrando algunas cosas que él considera que son fundamentales para ésta), nos dio un «hasta pronto». Pero nuevamente, como el mago al que uno cree que se le acaban los trucos, sorprendió con una frase, la cual cierra el cuerpo del mensaje: «les deseo negocios felices!». Para algunas personas en el mundo, la felicidad no es un momento: es un estado. Y ese optimismo que es motor de su felicidad hace parte de su esencia. Creo que eso es lo que le termina de dar autenticidad al flaco: ese optimismo.

A este (ahora) ex-compañero de trabajo, le deseo muchos éxitos en su nueva etapa profesional. Y que ojalá ese enorme carisma le siga abriendo puertas, tantas como sea posible, para que su sueño pueda hacerse realidad.

1992: Un año oscuro (5ta. parte)

En Colombia existe una arraigada cultura alrededor de las bebidas alcohólicas. Y de hecho, la generación a la que pertenezco tuvo una temprana aproximación al alcohol a través de algún familiar, llámese padre, tío, hermano mayor. En mi caso, mi primer trago tomado de forma consciente fue como a los 8 años. Un botella de vino de uva fue consumida con avidez dada la dulzura de su sabor, para luego terminar devolviendo hasta el primer calostro. Ya a los 13 años, la cosa era bastante diferente.

En las vacaciones de mitad de año mis padres, quienes aún eran católicos creyentes (no practicantes) llegaron a la conclusión de que era hora de hacer la primera comunión. Inscritos en la parroquia del barrio vecino, empezamos con mi hermano a asistir a todas las clases sabatinas de catequesis. Gracias a la literatura salesiana y a la divulgación del santoral católico, conocí la figura de santo Domingo Savio, niño canonizado luego de su temprana muerte. En medio de la situación que afrontaba emocionalmente en ese momento, pensaba que ese santo había sido un afortunado por haber muerto tan temprano, en lugar de tener que aguantar una vida de golpes, humillaciones, malos tratos y segregación social. Pero, de la mano de esta visión, terminé también conociendo otras vías de escape. El tabaco fue una; el alcohol fue la otra.

Al volver de las clases de catecismo, terminé haciendo una parada que me cambiaría la vida. Un tío materno, quien para esa época vivía cerca a la casa de mis padres, me vio pasar y me invitó a tomar con él una cerveza. Fueron varias, de hecho. Y la facilidad con la que había quedado en evidencia hizo que, entre él y mamá se presentara un choque por ese tema, mismo que después (no sé cómo) terminó zanjándose. A eso, también se sumaron los turnados asaltos a las licoreras paternas que mis amigos hacían, llenando botilitos con aguardiente, ron o brandy. Ya el alcohol empezaba a hacer su labor y el gusto a estar entonado era una forma muy agradable de poder escapar de una realidad aberrante en ese momento. Y así, también, me escapé por primera vez a un bar, con la complicidad de un amigo de infancia, mismo con el cual aún tengo la dicha de mantener contacto.

En ese año (1992) se me volvió tradición hasta hace poco fumar un cigarrillo a las 10:30h (hora de mi nacimiento) y, casualmente, al cumplir los 14 años ese 1992, la canción que fue mi banda sonora esa lluviosa mañana de octubre fue, justamente, una de Guns N’ Roses: «14 years»
https://www.youtube.com/watch?v=mcawasnCy4A

Ese año fue el famoso concierto de Guns N’ Roses; por la radio los DJ’s le habían embutido a la mala una canción que completó no-sé-cuántas semanas en el número 1 de una emisora local: «Don’t cry» le supo a cuerno a miles de personas (incluyéndome) y gracias a unos amigos de un curso inferior pude conseguir una copia en cassette del «Use your Illusion», mismo en el que estaba «14 years». A veces pienso que ese disco eligió canciones que no debieron haber sonado nunca en la radio, mientras dejaba por fuera otras que sí lo merecían. El concierto fue un desastre y bajo la premisa de una supuesta fuerza satánica, mamá rompió todos los afiches y postales que tenía de Guns N’ Roses en mi cuarto. Solo se salvó una postal, la cual aún tengo.

Pocos días después de mi cumpleaños nos escapamos con este amigo de infancia a un bar de la zona rosa, en el que no tuve ningún problema para franquear la entrada. A pesar de los 14 años que tenía, aparentaba (según mi amigo y otras personas que lo acompañaban) al menos 18 años. Esa particularidad me valió el remoquete de «El abuelo» durante muchos años. Esa noche (y bajo la excusa de una supuesta fiesta de cumpleaños) me fui a una entonces desconocida para mí zona rosa, llena de música a todo volumen y mucho, mucho trago. Mi amigo y yo empezamos a bailar los pasos que, en varias ocasiones, habíamos ensayado previamente al ritmo del eurodance y de la música house, llamando la atención de un par de sujetos que, animados con el baile, empezaron a invitarnos tantas cervezas como pudimos beber. Por suerte para mí, uno de los miembros de esa excursión era un metalero de casi 2 metros, a quien le había caído en gracia y que se había preocupado porque no terminara quién sabe en dónde, quién sabe cómo. Antes de la famosa «hora zanahoria» que años después un particular alcalde impuso para que la rumba finalizara a la 1 a.m., los bares cerraban a las 5 de la mañana, cuando apenas empezaba a clarear. Y así, en medio de una modorra causada por la cantidad de alcohol, baile y cigarrillos que rodaron esa noche, llegué a casa a dormir la amanecida, un domingo de octubre.

Mientras tanto, una extrañamente atomizada familia sobrevivía a la brava el terrible paso de ese 1992. Matemáticas se había vuelto mi pesadilla y, en medio de una de esas jornadas post-colegio, uno de los compañeros que tenía (y a quien le había caído en gracia) me invitó a estudiar a su casa, antes del examen definitivo. Sabía que necesitaba sacar más de 7 en el examen final para pasar. En medio de una revelación divina que me permitió entender la resolución de sistemas lineales de ecuaciones, terminé salvando esa materia; sin embargo, no era la única que tenía pendiente. A punta de trabajos extras y contra todo pronóstico, pude darle fin al más mediocre desempeño académico que jamás había tenido. Hasta ese momento. Pero mientras yo lograba salvar mi paso a décimo grado, me enteraba de que mi hermano había sido expulsado del colegio en que estudiaba: estábamos en jornadas cruzadas y, mientras yo estaba en compañía de mamá o en casa ajena, él estaba en el colegio. Llegaba luego de salir de clases a encontrar una casa vacía (nuestros hermanos menores estaban en un jardín infantil comunitario y mis papás la pasaban afuera, rebuscando dinero para alcanzar a llegar a fin de mes) y, en esa soledad, sin servicio de energía y sin la posibilidad de siquiera entretenerse viendo la televisión, pasaba dormitando las tardes. Las consecuencias de esas tardes de pereza fueron desastrosas: perdió las materias técnicas (el colegio donde estudiaba era técnico, especializado en construcciones civiles) y algunas meramente académicas. A pesar de mi decadente año, la rectora del colegio aceptó recibirlo para que pudiera repetir octavo. Su compromiso con su estudio hasta su graduación fue tremendo, porque en 1996, 4 años después de tan lamentable suceso, se graduó con honores.

Mientras tanto y aprovechando esa coyuntura, mis padres decidieron contarnos algo que, con el tiempo, supimos que no era del todo cierto. Supuestamente habían cancelado el viaje de vacaciones de fin de año, que habíamos hecho los dos años anteriores en compañía de otros familiares y que (supuestamente) sería la primera vez que lo haríamos solos. La verdad es que la prima de servicios de mi padre se había gastado íntegra antes de que siquiera pudiera verla: la comprometió con un préstamo para llevar a esa sanguijuela llamada «carro» a un taller, por un problema con los frenos que casi nos deja huérfanos antes de tiempo. Sepa Dios si fue pericia o instinto, pero una oportuna maniobra con el freno de mano salvó a mis padres de irse por un barranco.

Así llegaba el año a su fin, para cerrarlo con broche de oro: quiso mamá que la primera comunión, misma que había llevado una gran cantidad de sábados en un salón anexo a la casa cural para la culminación de la catequesis, se celebrara el día de nochebuena. Ese 24 de diciembre de 1992, estrenamos las primeras prendas de cuero que tuvimos: chaquetas y corbatas. Completaba la pinta un pantalón de paño, una camisa blanca y el ambiente fue una casa llena de lirios que perfumaban todos los espacios, combinación perfecta para la torta de fondant blanco y masa de vino. Luego de volver de la ceremonia que fue en la mañana, de las fotos que nos tomaron y después de los abrazos a la medianoche, nos escabullimos con mi hermano a una fiesta (esa sí real) en el barrio vecino. Terminó la fiesta y varios de los invitados nos fuimos de allá a la casa de mi amigo de infancia con el fin de asaltar la licorera de su hermana mayor. Entre los siete tipos de trago que bebimos esa noche (aperitivo de brandy, brandy, ron, aguardiente, whisky, tequila y vino) parecía que nada nos derrumbaría en medio de esa atroz agresión al hígado. Hasta que el encendido de una fogata y el golpe del humo nos mandó a la lona.

Todo lo que recuerdo después de eso es que la hermana de mi amigo fue a la primera persona que vi cuando pude volver en sí; ella se había quedado cuidándonos a mi hermano y a mí y a pesar de que tratamos de volver a casa, tuvimos que pasar por la vergonzosa necesidad de llamar a papá y decirle que fuera en el carro a recogernos. Con la camisa tan negra como si hubiéramos estado haciendo minería en Cucunubá y los pantalones completamente sucios, llegamos a casa después de haber devuelto todas las atenciones recibidas en todos los lugares donde estuvimos. Y finalizó ese año sin más regalos de navidad que una paliza y una frase que, aún hoy, me retumba en la cabeza:
«Fueron a hacer la primera comunión con Dios, para en la noche irse a bailar con el diablo».

En realidad, pasamos de la creencia judeocristiana a la adoración romana al dios Baco. Misma que, a pesar de lo mal que terminó esa noche, se volvió todo un estilo de vida para quien escribe estas líneas. Y así termina esta historia, en medio de los abrazos que despedían un año terrible y una puerta con candado para que el par de angelitos no se volvieran a escapar para embriagarse.

EPÍLOGO: 1993 fue un año relativamente mejor para todos en casa. Volví con mis compañeros de octavo, «Bruna», «Noraima» y «Connie» desaparecieron del colegio sin dejar rastro; el tema de buscar novia había pasado a segundo plano porque ya tenía una amante que nunca me decía que no (la cerveza) y en casa las cosas parecían tomar otro rumbo, algo menos traumático que el año anterior.

1992: un año oscuro (4ta. parte)

«Un día descubrí
Que empezaba a crecer
Sentí, lloré y creí
De pronto fui un varón
Que no tenía mujer
Y quise poderla conseguir
Qué tonto fui
Se rio de mí
Y que iba a hacer
Me reí también
«
«Dime quién me lo robó» – Sui Géneris (1972)

En la primera parte de esta serie de entregas había mencionado los desastres que, físicamente, me estaba haciendo la llegada de la pubertad; lo que no mencioné fueron los efectos emocionales que esto también me estaba causando. En medio de ese paso de la niñez a la adolescencia (y en esa época de la historia, particularmente), las expectativas de lo que un adolescente tempranero pudiera creer que es un noviazgo son más a lo Candy Candy que a lo «Sexual Education». Así, en medio de esa mezcla de inocencia y curiosidad morbosa, el año anterior había decidido probar suerte declarando mis intenciones a quien era en ese momento la chica más linda del salón. El rechazo no se hizo esperar: me superaba en estatura, era bastante más popular y, además, me llevaba un año más de edad. Sobra decir que, al intentar una vez más, la negativa fue más contundente. Bueno, en 1992 esa chica se convirtió en la novia de uno de los «vaselinos» del curso en el que yo estaba; sobre esta pareja circularon una enorme cantidad de chismes de corredor de todo tipo (hasta llegaron a mencionar un aborto), de los cuales fui un escucha absorto, que no podía dar crédito a lo que escuchaba. Aún hoy sigo creyendo que solo fueron comentarios malintencionados de gente sin oficio.

Mientras tanto, como si no fuera poco, ese año llegaron de otras partes del país, a cada curso, un par de compañeras nuevas, cuyo paso por el colegio duró tanto como el año académico. Como reza el refrán, cuando la vida nos da «unas de cal y otras de arena», en principio (o al menos eso creía) a mí me tocó la primera y a mis amigos del 901, la segunda. Y justo con esta novel compañera es que empieza a enredarse mi historia, que me dejó lecciones de vida enormes, mismas que a la fecha no olvido.
La protagonista de esta historia, a quien llamaré «Bruna», venía de la costa atlántica. La otra, a quien llamaré «Noraima», venía (si mal no recuerdo) de Santander. Mientras la primera trataba de acoplarse a un ambiente más bien hostil, la segunda aterrizaba bastante bien con un curso en el que no pasaban mayores cosas. De la misma forma, el encanto físico era inversamente proporcional a sus maneras. La primera, poco agraciada, tenía en ese momento una forma de ser bastante agradable y muy diplomática; la segunda, tal vez por efecto de su lugar original de crianza, era más bien de trato brusco, lo que contrastaba con su encanto físico. Y como ocurre en cualquier colegio, de cualquier estrato (o al menos, en esa época), las «mini-tribus» que se forman en los salones definen gran parte de lo que sería el desempeño bivalente (académico y social) y sobre todo, de cuál sería el rol que cada grupito tuviera en la ocurrencia de los ataques de los matoncitos de curso como fuera. Mientras yo no hacía parte de ninguna «mini-tribu», «Bruna» aterrizaba con un par de compañeras más que, al igual que a ella, el resto del curso aislaba por no ser como su contraparte: otras tres chicas que tenían un atractivo físico innegable, pero con las cuales nadie se metía porque ellas eran novias de muchachos de un curso superior. Como veleta, iba a estudiar a donde me indicaran, ya que era incapaz de formar parte de un grupo de estudio y las compañeras que me tocaron de forma obligatoria, lo eran por el orden alfabético de los apellidos. Así, en unos cursos terminé haciendo trabajos con «Connie» y en otros, con «Bruna».

En una de esas sesiones y producto de la cercanía entre los dos, terminé dando mi primer beso. Lejos de ser un beso que fuera desabrido, cada uno de los dos lo disfrutó y, mientras cada uno se encendía solo con esa muestra de afecto, empezó a surgir que esas señales de afecto ya desbordaban las salas de las casas de cada uno; nunca fueron de alcoba, pero sí eran lo más parecido a un candoroso amor adolescente, el cual tuvo un efecto no deseado en el curso.

En el argot de los años ’90, cuando alguien hablaba de «balsear», a lo que se refería era a lo que hoy llaman «bullying»: un trato de burla hacia una o más personas, en función de alguna característica particular como su apariencia física, su desempeño académico o (incluso) su forma de vestir. En algunos casos iba incluso a la burla hacia quien acompañase a la víctima y es ahí, justo ahí, donde la propia inmadurez por una parte, y la inadecuada forma de defenderse de un ataque verbal por otra, terminó desencadenando una tormenta que hizo muy incómoda mi relación en ambos aspectos (académico y social) con «Bruna» de ahí en adelante. Un día, luego de realizar uno de los trabajos que debíamos entregar y después de haber almorzado en su casa, salimos al colegio (valga la pena anotar que ella, su mamá y su hermano vivían en arriendo en una casa del mismo barrio donde estaba ubicado el colegio) y luego de la estrecha vigilancia de su mamá durante esa sesión de estudio, salimos tomados de la mano, camino al colegio. En ese recorrido aparecieron los «vaselinos» y empezaron a decirnos a ambos cosas bastante desobligantes; en una reacción que fue más producto de la estupidez, solté la mano de ella, lo que hizo que las burlas arreciaran y ellos, sabedores de haber conseguido su objetivo, se fueron en un mar de carcajadas hacia el colegio, mientras yo veía como a «Bruna» los ojos se le inyectaban de sangre por la ira mientras me decía:
– «Edwin, ¿es que yo te doy pena? ¿Andar conmigo así te da pena?»

No supe qué decirle y, mientras me daba una cátedra de lo que implicaba ser la pareja de una chica, mi rostro no habría podido ponerse más rojo; era la vergüenza por haber sido incapaz de hablar duro, el bloqueo que me causó no poder decir nada al respecto porque no tenía cómo justificar esa reacción pero, sobre todo, dejarme llevar por un grupo de malandrines que se solazaban con sus burlas hacia los demás, obviando un principio fundamental: a quien uno escoja como pareja amorosa es porque le gusta A UNO, no se consigue novia para complacer a los demás. Pero de ahí en adelante y con el daño ya hecho, recibí mi castigo: ya no podría seguir haciendo más trabajos en grupo con ella y, en mi inmadurez, no me disculpé como debía. Estaba sufriendo por el daño que le había hecho, pero tampoco sabía cómo pedirle perdón. Y el resto del año, como canica de pin-ball, estuve rodando por una parte y otra porque incluso mi propio salón me tenía resistencia.

Ya había llorado a causa del sentimiento de soledad; ya me había dado la espalda el grupo académico en el que me encontraba. No podría regresar con mis amigos hasta el año siguiente y en medio del advenimiento de las ideaciones suicidas, se vino el cumpleaños del colegio. Eran 20 años que habían pasado desde su fundación y, para el mes de septiembre, se programaron varias actividades para festejarlo, mismas que en este momento no es menester recordar. En una de esas actividades artísticas (lideradas por los alumnos de undécimo grado) aproveché para estar en compañía de mis amigos, antiguos compañeros de curso durante octavo, quienes estaban en compañía silente de «Noraima». Mientras ellos hablaban trivialidades, en un momento en que logré llamar su atención, batí el récord de desencanto al hacerle una pregunta que, muchos años después, entendí que (aunque sea una señal de alarma) es algo que no se le dice a alguien con quien no se tiene confianza:
– «Noraima», ¿qué harías si yo muriera mañana?
Por primera vez en mi vida vi la cara de fastidio en una mujer, seguida de un giro en el cual me dio la espalda. En mi corto entender, no sabía qué había hecho mal, hasta que un amigo me transmitió lo que «Noraima» le había dicho:
– Güevón, no sé qué fue lo que más incomodó a «Noraima», si su abrupta forma de abordarla o la pregunta tan estúpida que le hizo. Literalmente, ella me dijo «¿a mí qué me importa si se muere hoy, mañana, pasado? Antes le hace al mundo un favor si deja de andar de dramático»

Ni siquiera yo sabía lo que me estaba ocurriendo (tardé años en ser diagnosticado con trastorno de ansiedad, luego de dos intentos de suicidio, ambos fallidos) y con la poca atención que estaba recibiendo por parte de mi familia, terminó apareciendo el último ingrediente en esta historia: mi muy temprana adicción al alcohol.

Y esta historia continuará.

1992: un año oscuro (3ra. parte)

Nadando entre la ilusión y la desesperanza. Podría decir que los vaivenes de la vida nacional y algunos otros aspectos del mundo fueron acorde con mis propios vaivenes emocionales. A inicios de ese año la selección sub-23 de Colombia lograba clasificar a los juegos olímpicos de Barcelona, donde un tal Faustino Asprilla hacía historia, junto con otros nombres como los de Jorge Bermúdez, Harold Lozano o Víctor Aristizábal. Pero la presentación en los JJ. OO. fue tan desastrosa como el tamaño de la ilusión. Derrotas ante España (anfitrión) y Egipto y un empate sufridísimo ante Qatar mandó al cuerno las ilusiones que, merced a la transferencia del Tino al Parma, se habían alimentado luego de la buena actuación en el preolímpico.

Ese año, el F.C. Barcelona se proclamaba por primera vez campeón de la Copa de Campeones de la UEFA (Ahora Champions League) y bajo el pretexto de la celebración, un día caluroso de mayo, me evadí de clases para empezar mis primeros coqueteos con el alcohol, de la mano de dos personajes del barrio; dos insignes metaleros que todo el mundo conocía pero a quienes no todo el mundo quería en ese barrio. Entre cervezas y aguardientes pasé la tarde hasta que tuve que volver a casa. Claro, en medio de la penumbra de las 8 de la noche (que en realidad eran las 7, pero por la dichosa «hora Gaviria» los relojes se adelantaron una hora para que la gente volviera a sus casas mientras el sol aún alumbraba) mis padres y hermanos no me prestaron mucha atención y la entonada que soportó un juvenil hígado terminó en una siesta profunda, que no notó cuando el servicio de energía se restableció luego del corte.

Tres días antes del inicio de los olímpicos de Barcelona, Pablo Escobar se había escapado de una prisión hecha a su gusto (La Catedral) y nuevamente el país entraba en una suerte de pánico generalizado debido a que ya se conocía de los alcances del jefe del Cartel de Medellín en cuanto a terrorismo se refería. Y efectivamente, luego de la fuga de este temido criminal, se demostró que el miedo era real. Fue año y medio de zozobra, de acciones terroristas que le arrebataron la vida, la salud y la tranquilidad a cientos de familias en las principales ciudades del país, hasta la dada de baja del sujeto en cuestión en una terraza de un barrio de clase media de Medellín. Pero eso es otra historia.

A inicios de ese año, la URSS ya no existía. Por única vez, miembros de la extinta federación se presentaron en los juegos olímpicos bajo la bandera de la CEI (Comunidad de estados independientes), misma que ocupó el primer lugar en el medallero. Sería la última vez en la que se verían todos esos miembros de repúblicas tan disímiles como Ucrania, Rusia, Kazajistán y Armenia, por mencionar solo algunos de los miembros «unificados» de esta delegación olímpica, bajo una sola bandera. En ese mismo evento, el famosísimo «Dream Team» de Jordan, Ewing, Pippen, Malone, Drexler, Bird y un tal «Magic» Johnson barrieron de principio a fin en su participación. Los juegos fueron simplemente un espectáculo (como dirían en el forum de Los Ángeles, «It’s showtime»). En ningún juego marcaron menos de 100 puntos y Croacia, su rival en la disputa por la medalla de oro, a pesar de tener jugadores como el tempranamente fallecido Drazen Petrovic, Toni Kukoc y Dino Radja en la NBA y que conocían el estilo de juego norteamericano, no pudieron evitar lo inevitable: que el «Dream Team» se alzara con la medalla de oro de esos juegos.

Salvo la medalla de bronce de Ximena Restrepo en esos juegos olímpicos, la participación del país no dejó de ser más que una anécdota. Y aquí, a partir de esta historia, cuento uno de mis récords personales: haber durado 44 horas continuas sin dormir. Nunca más pude volverlo a hacer, ni siquiera en las peores épocas de pregrado cuando había una semana para tratar de salvar siete materias. No, ni siquiera ahí, presionado por el temor que me causaba ser expulsado de la universidad, lo pude volver a hacer.
Un infame trabajo de historia sobre la segunda guerra mundial me llevó a leer y a transcribir como poseso cuanta información tuve disponible en casa y a la mano primero, así como la recabada en la Luis Ángel Arango después, sobre cómo la operación tenaza entre la URSS, los Estados Unidos y el Reino Unido fueron minando las fuerzas nazis que habían ocupado casi toda Europa y el norte de África. En medio de lo que fue tener que salir a buscar más libros de texto a la biblioteca y luego de haber exprimido el libro de texto (Civilización 9), las dos enciclopedias que había en casa y un par de diccionarios enciclopédicos, ya habían pasado 36 horas y la jornada extenuante de 8 horas entre desplazamientos, búsquedas, fotocopiados y regreso a casa llegó a su fin con un estudiante exhausto y con una sola cosa clara: si tenía que estudiar algo, que no fuera una carrera que me llevase al límite de mis fuerzas. No sabía qué estudiar, pero al menos ya sabía qué no: medicina.

A las 7 de la noche (y en medio de un alucine, el cual me había hecho sentir que había dormido como 2 días de corrido) los gritos de júbilo en las noticias me despertaron: desde el otro lado del océano llegaba la noticia de que por primera vez en toda su historia, Colombia lograba una medalla en atletismo. Era nada más y nada menos que Ximena Restrepo, quien se había clasificado para la carrera de 400 m, la deportista que le daba esa alegría a un país a oscuras y muerto de pánico, además de la lamentable actuación de la (entonces llamada) Decepción Colombia.

El hábito de trasnochar estudiando solo era reemplazado por otro hábito: el de grabar canciones de la radio. En un país donde conseguir música era supremamente costoso y además, donde los equipos de Hi-Fi eran un lujo, poder grabar canciones de la radio con una grabadora barata y que quedasen sonando bien, era una proeza. Y muchas veces para evitar los incómodos «pisados» de los DJ’s, lo mejor era esperar la noche para grabar una que otra canción. En eso, 88.9 F.M. llevaba la batuta con un programa que se llamaba «Amnesia». Nadie hablaba, solo ponían canciones y además, era la competencia de otro programa que daban en Radioactiva en las noches, llamado «A que no me duermo» y que fue, por decir menos, la democratización de la compañía nocturna que Django cantaba en su canción «La Radio». Buscando ahondar mi conocimiento en música (por consejo de un amigo, historia que ahondaré en la próxima entrega), grababa las canciones que podía para luego buscar sus nombres. Y así, una noche, mientras en la radio sonaba «Longer» de Dan Fogelberg, me di cuenta de que estaba abrazando uno de mis más fieros temores. A pesar de vivir con mis papás y mis hermanos, me sentía solo, despreciado, hecho a un lado. Y sin entender bien lo que pasaba pero con un sentimiento de tristeza enorme a punto de estallar… lloré por primera vez en mi vida sin que ese llanto fuera causado por una golpiza propinada por alguno de mis padres. Lloré de tristeza, de frustración, en medio de la soledad de un cuarto que, a pesar de ser pequeño, sentía enorme. Y esa misma noche, también, quise morir.

Esta historia continuará.

1992: Un año oscuro (2da. parte)

Entre los meses de abril y mayo, cuando los racionamientos de energía empezaron a ser más intensos, la convivencia en casa era más tensa y el tedio me arrasaba ante la imposibilidad de ver televisión, probé los cigarrillos por primera vez. Puede ser una trivialidad ahora, pero que un menor de edad agarre tan temprano un vicio no era precisamente algo que la sociedad defendiera bajo el argumento del «libre desarrollo de la personalidad». Recuerdo muchísimo que ese primer cigarrillo fue un Mustang rojo. La extinta marca de Protabaco fue la puerta de entrada al hábito de fumar para muchos de mi generación. Se conseguían en todas partes, los fumadores te los regalaban, en las tiendas te los vendían, en resumen era una cuestión de una laxitud impresionante. Pero esa primera vez simplemente retuve el humo en la boca y lo ehxalé. Poco podría haberse distinguido en las tenues luces de penumbra que simplemente había hecho un amague y que no lo había aspirado como realmente es. Y claro, una cosa era posar en la noche; otra muy diferente, hacerlo cerca al colegio, con el uniforme, a la vista de todos.

Mientras uno de mis compañeros de clase se burlaba porque yo no sabía fumar realmente, decidí aceptar el reto y pasarme el humo, tal como ellos me decían que debía hacerlo. La sensación, tan única como irrepetible, fue un choque entre una escena real y una virtual. Como si estuviera viendo la portada del maxi-single «High», sentía que mi peso se había anulado. Como si hubiera desaparecido del plano real y me hubiera convertido en un ente místico, me sentí flotar como nunca antes (ni después) me había sentido.
Los que saben de esta clase de experiencias (toxicólogos, principalmente) dicen que esa primera sensación de bienestar, al igual que ocurre con todas las demás drogas, solo se presenta en el primer consumo. Pero mientras el fumador persigue esa sensación una y otra vez, necesita también comerse el alquitrán, el monóxido de carbono, el vapor de amoníaco, entre muchos otros subproductos que resultan de la combustión del tabaco. Así mismo, que el tabaquismo se presenta por la adicción a la nicotina, un alcaloide que, a través de la combustión de las hojas del tabaco, las picaduras de pipa o los tabaquitos armados artesanalmente, ingresa al torrente sanguíneo cuando el consumidor inhala el humo. No obstante, si se es un adicto persiguiendo repetir una utópica experiencia de relajación y bienestar, ¿qué importa?

Una cosa era probarlo como todo el mundo lo hacía, consumiendo los cigarrillos nacionales que había disponibles en las tiendas (se me vienen a la mente marcas como Royal, President, el mismo Mustang), pero para hacerlo con estilo, había que fumar cigarrillos con estilo. Y para eso… ¡bendito contrabando!
Muchísimos años después, mientras hacía mi pregrado, un compañero de carrera con el que estudiaba y parrandeaba a partes iguales me mostró que en su barrio de estrato 5 había una portería conocida como «la boutique del cigarrillo», porque se podía conseguir casi que cualquier marca. Ahora que lo pienso, el guarda de seguridad que atendía ese caspete palidecería de vergüenza si hubiera visto la famosa caseta del Quirigua, frente a «Almacenes El Combate». Una caseta triangular que parecía el barril del Chavo, porque le cabía de todo. La cantidad de cosas que se vendían allá (gaseosas, cigarrillos, dulces, chocolates) eran tan surtidas que un duty-free envidiaría lo variopinto del inventario. Por primera vez vi las gaseosas de los Picapiedra, las Chinotto, los Garoto (que en ese tiempo si alguien iba a Venezuela, traía una sola bolsa enorme para repartir «de a unito porque es bendito») y claro, la cantidad de marcas de cigarrillos habidas y por haber que uno pudiera imaginarse.
La primera cajetilla de cigarrillos que compré fue una Gitanes Milds. Sabía diferente al Mustang, al Royal, a los que se conseguían aquí. Y en una clase, una compañera se dio cuenta de que yo tenía esos cigarrillos. Quiso el destino que, debido a que empezaron en clase de historia a organizar parejas, me tocara esa chica como compañera para realizar un trabajo. No, no pasó nada romantico, empezando porque mientras yo tenía apenas 13 años para esa época, ella estaba ad-portas de cumplir la mayoría de edad. Recuerdo su nombre completo, pero para no revelar su identidad, simplemente me referiré a ella como «Connie», pareciendo el inicio de un destino más bien agridulce con mujeres que usasen esa contracción para ser llamadas.

Haciendo alarde de su mayoría de edad por una parte, y por otro lado viviendo con dos fumadores (su mamá y su padrastro), no era novedoso llegar y encontrar el ambiente de la sala como la vía de acceso a Silent Hill; todo olía a tabaco en esa casa. Pero (impresionantemente), «Connie» tenía la sensibilidad para detectar sabores más allá del humo y, por esa razón, había una marca que le encantaba (y que llegaba de contrabando a muchas partes, incluso a las tiendas de algunos barrios) porque, según ella, tenía un agradable sabor a chocolate: eran los cigarrillos Winston. Lo que tenían de curioso es que eran de los pocos (junto a los Kent) que tenían carbón activado en el filtro, toda una rareza.
De la mano de «Connie» probé, entre otras marcas, Parliament (con sus microperforaciones en el filtro), Kent, Kool, More, Capri, JPS, Yves St Laurent, Marlboro 100’s, Marlboro lights, Marlboro rojo y, por supuesto, Mustang cuando no había más. Para ella era curioso poder fumar sin que la estuvieran juzgando, pero su tabaquismo en esa época era extremo: el color ocre de sus dientes (como el tono #FDF063) era la muestra de la compulsividad con la que lo hacía.

Para que no me delatara el olor a cigarrillo, tenía un ritual completo de aseo antes de llegar a casa; sin embargo, una mamá no es boba y en una suerte de allanamiento a mi cuarto, me encontraron una cajetilla de cigarrillos recién comprada (le había agarrado tanto gusto a los Gitanes milds, que cuando ya no había compré una de Gitanes Blondes) y de la cual si fumé uno, no fumé dos. Los regaños, las palizas, los castigos, nada de eso pudo con mi naciente adicción al cigarrillo, misma que tuvo un abrupto fin hace 1 año por otra serie de razones que no es menester mencionar aquí.

Ya habiendo conocido el cigarrillo, faltaba únicamente el alcohol. Y como en cualquier historia, la curiosidad de un grupo de adolescentes fue el detonante para que empezara otra adicción con la que toqué fondo dos veces en mi vida: desde 1995 hasta 1999 y durante el año 2001.
Y esta historia, continuará.

1992 – un año oscuro (1ra. parte)

Hace unos días, en uno de los grupos de Whatsapp de los que hago parte, uno de sus integrantes envió un vídeo en donde se mostraban las canciones más importantes de 1992, además de hacer la siguiente pregunta:
¿Recuerdan qué estaban haciendo ese año?
Como quien revive una pesadilla, ese año fue la convergencia de diversas cosas, tanto en la vida nacional como en la personal, que hicieron de ese en particular un año de desdicha y dolor para mí.

Podría hacer la cuenta de la cantidad de cosas y decisiones que casi acaban con mi cordura (incluyendo que durante ese año fue la primera vez que tuve en realidad ideaciones suicidas), hasta que al final, con un halo de esperanza, despedía una serie de cosas para olvidar. Pero arranquemos desde el principio.

¿Han escuchado el dicho que reza «Dale de comer rosas al burro y te pagará con un rebuzno»? Pues lamentablemente para mí, mi historia inicia de esa manera. En 1991 y gracias a un tremendo trabajo académico hecho de la mano de mis amigos de secundaria, acabé el año con una beca en el bolsillo y además, con la distinción de haber sido uno de los mejores estudiantes de mi clase. Y fueron tantas las felicitaciones y las loas que, de una manera bastante tonta, me creí el cuento de que yo solo podría obtener mejores resultados. Así que decidí pedir lo que en esa época se llamaba «el cambio de salón»; sin saberlo, me aprestaba a vivir una aventura (guardadas las proporciones) tan desafortunada como la de Freddie Mercury con su disco «Mr. Bad Guy». Y fue, justamente en ese año, en que me di cuenta de que era un pésimo solista, académicamente hablando.

Para resumir el entorno en que me estaba adentrando, en cierto modo se podría decir que, aludiendo la organización de las playas del reality show «El desafío», en los cursos de un mismo grado ocurría algo similar. En el colegio que me tuvo como uno de sus estudiantes, para el año de 1992 se abrieron tres cursos de noveno. 901 era una suerte de «playa alta», estaban los más dedicados, los más estudiosos, los de mejores notas. En 902, una suerte de playa media mezclaba gente disciplinada pero nada talentosa, algunos que iban a clases porque no tenían nada mejor que hacer, así como una que otra manzana podrida. Y 903 era playa baja: muchachos que estaban ahí porque «tocaba», miembros de pandillas, gente de barrios difíciles, un entorno más bien complicado. No estaba dispuesto tampoco a vivir esa experiencia en modo «leyenda» (de todas formas los directores de curso no dejaron) y pasé de 901 a 902. Una de las decisiones más absurdas que he tomado en mi vida, pero también una de las que más enseñanzas de vida me dejó. Sí, digo «de vida» porque un detalle minúsculo hizo que todo eso me permitiera aprender. Pero aprender de lo que se llama «calle». Ahí conocí y tuve como compañeros a muchachos que tenían el arquetipo del maloso de Grease: las clases les importaban un comino, tenían aficiones extra-curriculares (como el heavy metal, el fútbol y [cómo no] la seducción de féminas) y la estrategia académica de ellos era la del menor esfuerzo. Eso llevó a que muchos no continuaran al año siguiente (y estuve a punto de unírmeles), pero esto lo contaré en otra entrega.

Mientras en 901 mis amigos de siempre se divertían y yo apenas podía compartir tiempo con ellos durante los descansos, entrar al 902 era, por decir menos, lo más parecido al salón de clases de «Dangerous Minds». Al verlo a lo lejos, imagino lo que para los profesores era un suplicio (ya lo había contado en un post anterior, llamado «La Buena») tener que dictarle clases a muchachos que no les interesaba mucho lo que se hablaba en el salón, pero que a final de cada bimestre estaban corriendo para entregar los trabajos que no fueron remitidos dentro de los términos establecidos. Al menos, esa fue de las pocas cosas en las que me esforcé. En no dejar pasar los plazos de entrega. Porque la calidad de los trabajos no era precisamente la que los profesores estaban acostumbrados a ver de mi parte.

Hace unos días, en una charla con una gran amiga, analizaba que cada uno de mis compañeros de octavo (y luego de décimo y once) tenía una habilidad especial que lo hacía esencial en ese funcionamiento de equipo. Y lo que yo aportaba era, principalmente, logística. Cuando el logístico se fue, los centros de reunión de mis compañeros fueron en otro lugar, lo que me enseñó también que ciertas tareas no tienen el peso que uno creería dentro de un grupo, y que pueden ser reemplazables. Pero si el exceso de confianza de mi parte casi me lleva a reprobar el año lectivo, otro de los integrantes de la familia se estaba enfrascando en una situación que fue, por decir menos, conflictiva durante los meses siguientes. Ese año arrancando el primer bimestre, por un cálculo que se pasó de optimista, mi padre decidió hacer algo que siempre había querido hacer: comprar un carro. Eso, lejos de ser lo que él esperaba que fuera (un elemento de unión entre nosotros), terminó alejándonos por mucho tiempo como simples integrantes de una casa, y dejando huellas muy profundas entre los que sufrimos el terrible temperamento de mi padre. Yo no pude mejorar mis habilidades de conductor (sacaba ese carro a escondidas con la complicidad de mi hermano y nos íbamos por las calles en esa época desoladas de Engativá) y le cogí terror a manejar. Ese carro (un campero Lada 2121 de color mostaza) fue bautizado por mi padre como «Ramitos», porque lo recogió en un taller un domingo de ramos (12 de abril de 1992). Creo que la pésima experiencia que tuvo con ese carro fue el inicio del fin de su vida católica, porque al igual que una sanguijuela ese vehículo le succionó los ingresos que tenía (tanto ordinarios como extraordinarios) y viviendo más en el taller que en el garaje, tuvimos que enfrentar una época de escasez que se prolongó hasta el año 1994. Ahí (y como consecuencia de esa repentina escasez) empecé a usar las botas de mi padre como zapatos del uniforme y las camisetas que le daban de dotación como las franelas que iban debajo de la camisa blanca. Y también, gracias a esa época, coincidente con el momento más terrible de un adolescente, le cogí una enorme aversión a lo que llamaban «el desodorante del pueblo»: la leche de magnesia Phillips. Sí, vine a comprar de forma frecuente desodorantes desde 1995, cuando empecé a trabajar, convirtiéndose en algo que incluso hoy día llevo en mi maleta. En fin, entre los nauseabundos olores de un púber hecho una sopa de hormonas, el acné que arreciaba de forma agresiva y la ropa barata que conformaba mi uniforme, tenía la mezcla perfecta para convertirme en un paria.

En ese mismo mes (abril) The Cure (a quien yo conocía gracias a un amigo cuyo padre, contador público, era tremendamente aficionado a esta banda) lanzaba el álbum que marcó un antes y un después en su trayectoria: «Wish». El primer lanzamiento que hicieron fue una canción llamada «High», pero irónicamente en ese momento Radioactiva no puso a sonar por primera vez el single destinado a las emisoras, sino un maxi-single que tenía una versión mucho más larga. Esa versión la grabé en una cinta que, entre préstamos y préstamos, se perdió. Tiempo después (como 25 años, más o menos) y gracias a la magia de YouTube, pude encontrar ese maxi-single.


https://youtu.be/PJMkPA2OA_E

La letra de la canción (que se podía leer en versión de inglés y la traducción en las páginas del rock de los diarios «El Tiempo» y el extinto tabloide «La Prensa») hablaba sobre cómo una persona veía los efectos de las drogas en alguien muy cercano. No me atrevería jamás a culpar a una canción de lo que fue una decisión autónoma, porque en ese año decidí empezar a fumar cigarrillos… y también a beber licor, tanto como pudiera.

No tengo muchos recuerdos de lo que fueron esos meses, pero si hay algo que hizo ese año aún más terrible, fue ver cómo (y obligados por el resultado de pésimas gestiones en el sector energético) el país entraba, a turnos, a estar en penumbra. En marzo de 1992 empezaba un racionamiento de energía eléctrica que hizo salir a flote la creatividad de muchos. Algunos usaban baterías de automóvil para alimentar pequeños televisores que funcionaban a pilas; otros, en cambio, compraron plantas eléctricas de pequeña capacidad para que sus negocios no cerrasen durante las horas de racionamiento. Así, en medio de la oscuridad de la noche y en jornadas extracurriculares, las reuniones con mis compañeros de colegio que además eran vecinos, se vieron transformadas en jornadas para escuchar historias de terror contadas por tipos ya mayores (siendo adolescentes alguien que cruza la barrera de los 30 años es alguien mayor), al calor de (cómo no) cigarrillos y alcohol. Ha de ser por eso que no tengo muchos recuerdos lo que pasaba al interior de la casa de mis padres: mi madre se ajustaba al horario de racionamiento para realizar las labores de la casa; mi padre trabajaba por turnos y la empresa donde estaba tenía sus propios equipos de generación, así que era de las pocas empresas que no se detuvo durante el tiempo de racionamiento y cuando estaba en casa y no había energía eléctrica se dedicaba a dormir, aprovechando el inusual silencio que traía consigo el corte programado. Todos estos elementos terminaron siendo el cóctel perfecto para un desbarrancamiento que ya asomaba en marzo y tomaba forma en abril de ese mismo año.

Y esta historia continuará.

La casa del farolito chino

(Antes de iniciar a escribir este post, pensaba en algo que la persona a quien va dirigido me ha dicho muchas veces. Entonces me surgió la pregunta: ¿cómo narrar la vida de otra persona sin que esto se convierta en el resumen de las experiencias vividas con ésta? Al ir creando el borrador, empecé a tener ideas, enfoques, algunas sugerencias narrativas. Y bueno, este fue el resultado)

Creo que en la vida de todos existe una clase de personas que, querámoslo o no, terminamos coincidiendo de forma más o menos constante. Algunos, podríamos decir que de forma negativa, nos desafían abiertamente, hablan mal, se burlan, porque algo de nosotros no les agrada. Otros, de forma positiva, nos desafían en privado, nos defienden cuando no estamos, nos demuestran su cariño y admiración a través de hechos concretos. Y hoy escribiré sobre una persona por la cual guardo mucha admiración, de forma silente y muy respetuosa.

Hablar de esta persona es casi como hablar de un hermano; empezamos estudios de secundaria en el mismo colegio y nos terminamos graduando el mismo año, del mismo curso. Esta convivencia casi que constante me dejó entrever a una persona tremendamente madura para su edad. Durante esos años de colegio siempre se distinguió, al menos a mi parecer, en tres cosas. La primera es que era un outsider. En esos años yo no conocía el término, pero sí lo que implicaba. No actuaba ante las compañeras de colegio de la forma en la que muchos lo hacíamos (lo que le llevó a construir lazos de amistad con casi todas nuestras compañeras de clase); no escuchaba la misma emisora que el resto de sus amigos escuchaba sino que, además de prestarle atención a lo que los locutores narraban, lo replicaba a sus amigos de curso contando de forma entusiasta lo que había sido transmitido por su emisora favorita. Además de ello, era tremendamente responsable. Aún hoy lo sigue siendo. En un grupo de adolescentes más bien procuradores de ciertos placeres hedonistas, él se hizo siempre al margen. Bueno, casi siempre. Y él se procuró buscar cumplir, entregar a tiempo, solucionar los retos que la academia nos daba en esos años.

La segunda cosa por la que lo recuerdo es su tremenda reserva con su «espacio personal». Mientras la casa de mis padres fue la guarida ideal para realizar trabajos de colegio, jugar banquitas en un espacio proyectado para ser sala comedor en el que no había un solo mueble y, además, ser centro de tertulias adolescentes, su casa era un lugar casi místico. En una urbanización donde todas las casas se veían iguales, la casa donde él vivió esos años con sus abuelos y su madre se distinguía por un pequeño farolito con un caracter chino, ubicado en reemplazo del desabrido aplique de roseta que tenían las demás casas como iluminación de entrada. La compañía de sus abuelos maternos y las reservas de su parte en lo que respectaba a recibir visitas llevó a que, durante casi seis años, solo en una ocasión pudiera entrar a su cuarto. Esa única vez pude ver de cerca gran parte de sus aficiones: el basketball (tenía un afiche enorme de Michael Jordan en una de las dos aguas del techo de su cuarto), la música (en esa época le gustaba escuchar rap, además de lo que fue para él la inmersión en el rock progresivo, de la mano de Pink Floyd) y una cantidad de elementos como carritos a escala, muñecos de juguete y demás, cuidadosamente ubicados en una mesa de noche y en una suerte de closet, sobre los cuales me advirtió no tocar ninguno. Y ahí me di cuenta, también, de su recelo. Cada cosa tenía un sitio, cada sitio tenía alguna cosa. Y era un lugar cuyo decorado fue diseñado por y para él, para poder sentirse tranquilo, a gusto, y eso en últimas es lo que cada persona busca. Que su casa, su cuarto, sea su pequeño reino; un sitio donde el ambiente refleje esas cosas y actividades que despierten sus más altos ideales.

Finalmente, la tercera fue la más contundente. Y cada vez que lo pienso, creo que esa habilidad fue la que lo terminó elevando hasta el lugar que hoy ocupa. Esa habilidad es la capacidad de decir mucho con muy, muy poco. Una de las actividades de nuestro último año como compañeros de clase fue definir lo que significaba para cada uno el bachillerato. Entre escritos altamente inspirados pero insípidos, las habituales salidas de doble sentido de varios compañeros hombres y las almibaradamente bucólicas reflexiones de las compañeras de clase, la de él la recuerdo como si me la acabara de recitar (ni siquiera recuerdo lo que yo escribí, seguramente fue una basura grandilocuente):
«Analizando la palabra «bachillerato», para tratar de entender lo que significa, concluyo que está armada así:
Ba: suena como la conjugación del verbo ir.
Chiller: Como chillar.
Ato: Apócope de «harto».
En resumen, si no apruebas el bachillerato, vas a chillar harto».

¿Cómo una persona podría ser capaz de decir tanto (y además tan gracioso) con tan pocas palabras? Sobre sus habilidades de composición literaria podría escribir al menos un par de anécdotas más, pero esta… esta me dejó sorprendido desde ese día y hasta hoy. Cada vez que recuerdo eso, me convenzo de que nació con la habilidad divina de la multiplicación; la capacidad de hacer mucho con muy poco. En todos los aspectos de su vida. No tuvo la presencia de un padre, pero es uno excelente. No tuvo graduación en su profesión, pero no la necesitó para ser uno de los mejores. No tuvo grandes historias de amor, desengaño, despecho, pero logró construir lo más parecido a un cuento de hadas con su pareja (a quien tengo la fortuna de haber tratado en un par de ocasiones, una persona estupenda). Desafió incluso el mito de que había que estudiar algo que diera plata y prefirió estudiar algo que lo hiciera feliz. ¡Y vaya que prosperó luego de luchar por ello!

A pesar de las enormes diferencias que desde siempre hemos tenido, ha sabido cómo decirme las cosas que le desagradan para que reflexione sobre ellas. Y seguramente así es con sus subalternos, con sus compañeros de trabajo, con su hija. Cada vez que pienso en él, sonrío. Porque tengo la buena fortuna de contar con un amigo que está cuando debe estar y sabe cómo debe estar. Pero además, porque me hizo el regalo más grande que un amigo pudiera hacerme: me hizo sentir que sí valía la pena ser como soy. Y eso no voy a tener cómo pagárselo.

La Buena

Todo empezó en 1992. En ese año (y viviendo una situación muy traumática en la que yo mismo me metí por necedad adolescente) el colegio distrital en el cual estudiaba recibía a una nueva profesora, joven por demás, quien se encargaría de dictar clase a los muchachos de noveno, décimo y once. Para darle más volumen a su rol de maestra, su asignatura era matemáticas. En un juego de palabras, nos referimos a ella hasta el momento de nuestra graduación como «La Buena»; era simple y llanamente una alusión a su atractiva figura y a su peculiar belleza, resultado del mestizaje latinoamericano que ha arrojado mujeres a mitad de camino entre humanas y diosas. Esta última parte es importante para entender el devenir de su historia.

De carácter recio y de trato difícil con los adolescentes calenturientos que la rodeábamos, muchas veces se impuso hablando y mirando fuerte no solo a sus alumnos (a los que tenía que aplacar para que ocuparan su lugar, ¡quién se aguanta la intensidad de un adolescente que es un hervidero hormonal!) sino a algunos de sus compañeros de trabajo, que en más de una ocasión le hablaron de forma subida de tono. Al año siguiente de conocerla, de tenerla como maestra (su primer año fue difícil debido a que era blanco de las lascivas miradas de sus discentes merced a su sensual forma de vestir en armonía con su innegable atractivo físico) tuve que sufrirla como directora de curso. Sí, me tenía entre ojos. Y no precisamente de una buena forma, sino que era casi como Pepón tenía entre ojos a don Camilo. Ella sabía que yo era un estudiante destacado y (en medio de la atorrancia que me dio saberme en la parte alta de la tabla de desempeño académico) cada clase era una suerte de batalla campal en la que ella se empeñaba en mostrar su dominio no solamente de su saber, sino del manejo de grupo, mismo que se rompía con uno de los acostumbrados discursos sarcásticos que realizaba para abordar alguna duda sobre la clase y que, con los ojos inyectados de sangre, buscaba resolver sin caer en la provocación que causaba el doble sentido de las palabras dichas. Ese año (1993) fue mi mejor año académicamente hablando. Y habiendo podido recibir una beca para finalizar mi bachillerato, se la otorgó a una compañera de curso, deportista destacada, que fue expulsada del colegio por un muy bajo rendimiento académico. En concordancia con su carácter, se negó a cambiar al beneficiario de la beca, dejando que se convirtiera en un saludo a la bandera ya que nadie la recibió.

A veces me pregunto si ese golpe al ego afectó mi rendimiento académico al año siguiente, que no fue precisamente el mejor (casi pierdo undécimo), pero que terminó salvado por un inesperado primer lugar en las pruebas de estado. En la fiesta de despedida de los bachilleres de esa promoción, la profesora de matemáticas no fue. Seguramente estaba al cuerno de sus compañeros, de sus alumnos, de todos los hombres que la rodeábamos. Y como era la última vez que veríamos al cuerpo docente en pleno, no supimos qué ocurrió con ella. Finalicé ese año (1994) en un mar de alcohol, por una inexperiencia adolescente que me cobró caro el intento de tener un tímido romance con una chica de otro colegio. Y la profesora de matemáticas y trigonometría quedó en el recuerdo de todos los compañeros de clases, hombres y mujeres, como una figura que despertó el instinto más básico de muchos de nosotros.

Tiempo después, mientras compartía un café con quien fuera mi profesora de filosofía, me contó de ella. Su vida sentimental se había hecho pedazos por una traición a manos del único hombre con quien había sido amorosa y dulce, y decidió mandar todo al carajo, abrazando los hábitos de monja y llevando una serie de votos de clausura, los cuales al parecer cumplió a cabalidad. Gracias a las redes sociales encontré su perfil, y es increíble que se vea como cuando empezó a dictar clases, a pesar de que han pasado 30 años. Cuando empecé a escribir esta entrada, mencionaba lo importante de que pareciera estar a mitad de camino entre lo divino y lo profano. Decepcionada del mundo, como el Dragón Celeste, emperador del reino de Han, al notar que el mundo visto a través de las pinturas de Wang-Fo no era lo que él soñaba, decidió darle la espalda y extender sus brazos hacia la divina figura de la que, con la fe del carbonero, no tendría que esperar una mentira, una traición, un desengaño. Y seguramente buscando emular al protagonista del cuento de Marguerite Yourcenar, decidió invertir su tiempo en aprender a reproducir, a través de un pincel, las formas de todos esos santos que abrazó como guía. Y se ve feliz, y tal vez sea esa misma felicidad la que le puso pausa al paso del tiempo y hace que su rostro luzca como hace 3 décadas, cuando irrumpió en un aula de clase atiborrada de impetuosos adolescentes a impartir conocimiento en una ciencia pura.

Perdido en el ciberespacio

Llega un punto en la vida de cada persona, generalmente a partir de los 30 años, en el que el sistema lo fagocita poco a poco, sin notarlo, hasta que queda inmerso en la frustración de ver cómo se le va la vida trabajando, recibiendo una pírrica recompensa mientras trata de escapar a su realidad a través de todo lo que el mismo sistema le brinda para enajenarse, así sea por un instante, del cada vez más desolador paisaje. Y en medio del proceso de digestión que le va haciendo ese sistema a cada persona, las reacciones son tan diferentes en su forma pero a la vez tan iguales en su cometido, que cuesta distinguir si el objeto final es, para todos los casos, una forma más de acelerar el proceso de su propia muerte.

Entre los hábitos más adictivos están las redes sociales, hogueras de las vanidades para quienes publican, para quienes siguen, incluso para aquellos que, en silencio, solo se limitan a ver cómo, página tras página, aumentan su rabia al ver que hay otro mundo que es como el Elysium cinematográfico y al cual nunca, por más que se esfuercen, podrán acceder. Cómo mientras el evangelista de Facebook pide más diezmo para comprar su jet privado, él se cuestiona cómo es que, por más que ore, por más honesto que sea, a lo único que podrá aspirar es a que en una vida eterna acabe el sufrimiento y empiece el gozo de vivir. Pero, ¿es que acaso nadie se da cuenta que hay gente muerta en vida porque se quedó sin nada, desposeída, abandonada, sin ganas de vivir? Gente que clama una mezcla de justicia y venganza mientras ve cómo todo pareciera estar de parte del estafador, del ladrón, mientras sus sueños terminan mutando en las más horrendas pesadillas.

Cada vez que veo las redes sociales, pienso lo mismo. Retumban los ecos de los opulentos en los oídos y las mentes de quienes reventamos trabajando por unas monedas que, cada vez, alcanzan para menos, mientras los acaparadores de siempre sigue engordando y disfrutando de placeres que ni en el más optimista de los escenarios alguien del común pudiera disfrutar. Y así, perdidos en el ciberespacio, nos vamos drogando con los deseos de cosas imposibles mientras la realidad nos estalla en la cara, recordándonos que el Conjunto Clásico tenía y sigue teniendo toda la razón. «Vive la vida / como la debes de vivir / y nunca intentes subir / donde no puedes subir».

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